jueves, febrero 23, 2006

“Y cuando me pierdo en la ciudad” Buenos Aires y mi historia

¿Cómo no pensarte si la lluvia cae sobre la ciudad regalándonos una pequeña brisa que nos refresca, por un instante, del sofocante verano porteño? ¿Cómo no pensarte, vieja historia, nueva vida, vieja vida, nueva historia?
Y entonces Buenos Aires una vez más, con sus rincones, con esa magia de sorprenderte a la vuelta de la esquina. El lugar donde todo puede pasar, la ciudad de los encuentros, los des-encuentros, las soledades solitarias, las soledades multitudinarias, la melancolía en los ojos, el tango, las luchas, las vallas, las batallas personales, las noches en compañía y las otras, taciturnas, frías y pensativas.
¿Cuándo la ciudad se nos hace carne? Barajo la hipótesis que cuando los recuerdos comienzan a tenerla por protagonista.
Esta tarde llovía, mucho; era ese instante en que las veredas comienzan a llenarse de baldosas traicioneras, las esquinas acumulan agua, los autos se amontonan, los colectivos se atiborran, las escaleras que bajan a los subtes pueden convertirse en improvisados ríos cuesta abajo, el toldo del comercio en refugio de quien le teme al agua que todo lo purifica.
Y en ese escenario encuentro la belleza, el romance con esa ciudad caprichosa, romance secreto que no llega a ser clandestino porque no se hace necesario, frente a la indiferencia callejera de aquellos que transitan las calles (la vida) como permaneciendo inertes en una rampa mecánica, esas, las que son como las escaleras mecánicas pero sin escalones, casi casi como una paradoja de esas escaleras que seguirán siendo escaleras imposibles de escalar.
El camino a mi casa es largo, la tarde cae y la tormenta la oculta bajo una oscuridad que no le pertenece. El subte parece ser la opción más adecuada: Subte línea B (y yo me alejo más del cielo). Los túneles paralelos me recuerdan alguna historia de vida, oscura, triste, trágica primero, tragicómica después. El calor me asfixia pero más me asfixia el mundi-plastic. Recuerdo entonces que a esa hora está por empezar alguna conferencia de alguno de estos sociólogos reconocidos que hablan sobre la pobreza en hoteles cinco estrellas. No suena tentador pero al menos está a escasos pasos de la estación a la que el subte y yo estamos entrando. Casi sin pensarlo bajo, algo así como que bajo para arriba, desafiando las burlas infantiles del tipo “más vale que bajas para abajo, ¿no vas a bajar para arriba”. Siempre tuve cierta necesidad de pelearme con el mundo, o con todo aquel que lo representara, por lo tanto, bajo para arriba (bajo del subte – subo a la superficie).
Callao y Corrientes, veredas rotas, calles en refacción, gente que viene y que va, ¿dónde va la gente cuándo llueve?, bocinas, demasiadas, empujones y algún lindo tema de jazz que asoma, tímido, desde la disqueria de la esquina. Me sumerjo en la lluvia, en el aglutinamiento de seres, en el atascamiento de autos, y llegó, casi a salvo. Pero, la conferencia a sido “trasladada sin previo aviso” a la Biblioteca Nacional, lo suficientemente lejos para no poder ir caminando y llegar a tiempo y lo suficientemente trasmano como para decidir no tomarme un colectivo.
A casa. A la búsqueda del colectivo que en cinco minutos me deja en la esquina. Llego a la parada pero me tienta más la caminata por Avenida de Mayo bajo la lluvia.
Y entonces me pierdo en la ciudad, y cuando me pierdo en la ciudad empiezo a descubrirla – a descubrirme, a descubrirnos, a reforzar nuestro romance, a recordarte, a hundirme en mis pensamientos, a vagabundear, a mirar, a observar detenidamente los edificios y sus signos de vida, los retazos de historia que no se ocultan porque nadie los mira, la mezcla de mugre, glamour, posmodernismo, modernidad, miseria, cartón, humedad, histeria, amor, personajes, bares, basura, cables (si miráramos más al cielo veríamos la enorme cantidad de cables sin rumbo ni orientación que hay en las alturas de Buenos Aires). Todo eso me condensa y se hace carne. La espacialidad y la vida cotidiana convergen en la esquina de Avenida de Mayo y 9 de Julio, esquina de marchas, asesinatos, historias de amor, fotografías, amistades, tristezas, huidas, búsquedas de quien no era quien decía ser, de quien decía lo que era y yo no lo veía, trabajo, alienación, resistencia, calor, noche de verano y bicicleta, cine y aquel viejo amigo, caminata nocturna en mares de pensamientos, borracheras, la vida o un retazo de ella conjugada en un pequeño rincón de la ciudad, casi casi como mito, como fundación mítica de un romance secreto, de una elección, una de las pocas.
Es ahora el momento de cruzar la cordillera, cordillera urbana con varios semáforos intermedios. Y el caos normalizado. Calles cortadas, “vigiladas”, piqueteros organizados, automovilistas “reclamando su derecho ciudadano a circular”. Esa es una de las cosas de Buenos Aires, la situación bizarra te espera a la vuelta de la esquina, piqueteros que deciden utilizar la vereda para no “incomodar” al automovilista, uniformados que cortan la calle para que quienes protestan no “perjudiquen” al peatón, bicicletas que no toman decisiones y una vez más el estado hobbsiano de todos contra todos que al cabo de unos minutos se normaliza y el PLAY vuelve a correr “co’ si nada hubiera pasado”.
Por suerte aún se escucha ruido, los tambores aún no murieron y alguna danza, venganza de los pobres, se hace presente frente a la plaza, la de la historia, la de los que marchan porque luchan, los que resisten, los que nos resistimos a perderla. Ruido, tambores, danzas, lluvia y más danza, quizás no todo está perdido, quizás por eso vale quedarse y empaparse, de la lluvia, de la lucha, de la esperanza de que Buenos Aires a la vuelta de la esquina nos sorprenda con el cambio. Allí me quedo, disfrutando, soñando, participando, siendo - construyendo.
Mientras cada cual va emprendiendo su camino de regreso, los tambores empiezan a sonar más bajito y la danza empieza a perder el ritmo, me interno en la historia de Buenos Aires, en esas callecitas de casas viejas para los vecinos, inquilinos u ocupas y antiguas para la última moda posmoderna de adueñarse de viejas carcazas, cubrirlas levemente y ofrecer “lo más típico de Buenos Aires” por euros o dólares que nos mantienen lejos de nuestro propio espacio. Me voy haciendo amiga de San Telmo, con sus bodegones y sus bares minimalistas, con esa mezcla de personajes, con su esencia traicionada, con el tango de bailarina y la milonga de los domingos a la noche en Plaza Borrego donde los vecinos se le animan al tango, al rock, a la salsa y alguna que otra cumbia. Otra vez la danza venganza de los pobres.
La Boca me espera, casi casi como una “retornada”. Una vez vivió en este barrio un comunista yugolasvo que huía de los nazis, puso un bodegón, tuvo una mujer (una chilena testaruda con la que nunca se casó porque ella no quería “estar atada a nadie”), tuvieron cuatro nenas y un varón. Parece ser que este comunista yugoslavo confiaba, hay quienes dicen que demasiado, y una vez se dio cuenta que ya no podía mantener el boliche. Vendieron todo y se fueron a la provincia, a un barrio rodeado de fábricas que prometía “prosperidad”. Allí el sueño del boliche propio esta vez no fracasaría, simplemente no llegaría a concretar su “sueño”. La gangrena (herida de la guerra, se decía) se hizo dueña de la pierna del yugoslavo, quien no permitiría nunca verse a sí mismo en silla de ruedas. Dicen quienes lo conocieron que murió en el baño del hospital, él, comunista y ateo, murió con una Biblia en la mano. Eso diría siempre mi mamá, que por eso afirmaba en la necesariedad de creer en Dios, ya que él estaba presente hasta en los últimos momentos. Así que cuatro niñas, un niño y su mamá harían lo posible por sobrevivir, día a día, en ese barrio que prometía una prosperidad que, sospecho, nunca llegó a concretarse. Una de esas niñas pronto se cruzaría con otra historia, la de un obrero de La boca.
Había otro inmigrante además del yugoslavo comunista, un vasco – español. De ese mucho no sé. Sólo que tuvo varios hijos, entre ellos una hija bastante terca que alguna vez haría de las suyas por Plaza Lavalle. Pero eso fue mucho después. Antes de eso ella conocería al nieto de una cacique mapuche y tendrían tres varones y una mujer.
Dos de ellos, los mayores, trabajarían en La Boca mucho tiempo, otra vez “tiempos de prosperidad obrera”. Astilleros y metalúrgicas en el puerto serían sus destinos.
A veces me gusta pasear por esos lugares, perderme entre cascos oxidados de barcos semi-hundidos y talleres abandonados para imaginármelos, a ellos, a mi papá, a mi tio, jóvenes, obreros, sindicalizados, luchadores, trabajadores. También para imaginarme sus vidas, junto con la hija del comunista yugoslavo, con sus amigos, sus reuniones en los conventillos, sus historias.
Y así puedo imaginarme la vida que esconden esos lugares, hoy grises, derruidos, abandonados, saqueados (saqueados por quienes hoy se sientan en sillones de casa pintadas de colores emblemáticos, por personajes como aquel nefasto y perverso al que una vez la hija del vasco – español hizo caer lágrimas de cocodrilo). La bronca, la impotencia, la melancolía, la tristeza, la lucha, la resistencia, el reconocerte en el barrio, el romance con Buenos Aires, el retorno a mi hogar, en ese mismo barrio donde la historia familiar ha dejado sus huellas, mi pequeña casa – refugio, mi espacio propio para espiar a la luna y charlarle, aunque ella nunca me conteste, el conventillo cerca, alguna lejana sirena de barco que aún se escucha, el tren de carga que pasa y corta el tránsito de las avenidas retrasandonos a todos de nuestras tareas cotidianas.
La historia que me atraviesa, me parte, me desintegra, me duele, me llena de fuerzas, me hace yo, me enoja conmigo, me confunde, me enamora, me lastima, se hace carne, se intromete en mi espacio para gritarme quien soy y hacerme retornar a ella. Pero este retorno del final nunca será igual al abordaje del principio.
Y en eso andamos Buenos Aires y yo. Elaborando esa historia. El final es este momento, Bill Evans de fondo, jazz del bueno, lluvía de verano que cae lentamente, el espacio verde que se abre frente a mi ventana, estas palabras, mi momento, mi romance con Buenos Aires, mi apropiación de este barrio, pero también de otros, de otros espacios.
Y si bien mi retorno no será un bodegón, un astillero, o un conventillo, por ellos estoy acá.