martes, febrero 14, 2006

Las noches de amistad con ellos…

Hoy no tengo ganas de hablar de vos.
La noche porteña me regaló una vez más. Aquel buen amigo con quien he entablado aquella relación tan conocida por todos de “amigo con privilegio” ha vuelto a robarme una sonrisa.
Me pregunté muchas veces si era posible este tipo de relaciones.
No sé.
Esta noche cada cual volvió a su hogar. Yo no lo invité, el no me invitó. El cansancio nos ganaba, el sueño, la necesidad de madrugar.
Pero no importa, el me sigue robando una sonrisa de vida.
Simplemente se trata de volver a sentir que la noche me pertenece.
A veces me da miedo. Me estoy acostumbrando a las lindas compañías, a las relaciones sinceras y directas, a la simpleza de la amistad. ¿Sano? ¿Escape de las relaciones que no puedo construir? ¿Una vez más la necesidad de huir de lo impuesto? ¿Hasta dónde huimos y hasta dónde estamos determinados a huir?

Volvamos a la pregunta. ¿Existe el “amigo”? ¿Estamos frente al acuerdo y la sinceridad o la represión de lo que no nos animamos a vivir?
Entre esas preguntas existe una especie de tensión entre lo que quiero creer, lo que debo creer, lo que me cuestionan.

Y entonces el recuerdo. Entonces otro amigo aparece para regalarme un empujoncito, para enseñarme (una vez más) a seguir disfrutando del camino y de esos buenos momentos que podemos pescar de vez en cuando.
Y entonces el recuerdo de ese alguien que alguna vez me desnudo sin sacarme la ropa, me miró y vio algo que (sin darme cuenta) siempre había buscado que se vea.
Cuánto tiempo, cuantas historias, cuerpos, llantos, sonrisas, noches, saberes, viajes… cuanto compañero que hemos pasado.
Y entre ese tanto aquella noche en el Sur en la que el alcohol nos encontró descubriendo dos cuerpos que se llevaban muy bien. Debo confesar que esperaba que eso pasara. Pero no podía descifrar para que.
Hoy podría decir que eso fue parte de la relación que construimos, de a poco, a los golpes, pero siempre con lunas y veredas. Y con terrazas.
Una de esas terrazas comenzó un año. La luna nos iluminaba, los cuerpos se atraían y no pudimos evitarlo. El calor no importaba, sólo importaban nuestros cuerpos sacándose las ganas, haciéndose mutuos, exhaustos, cansadas, gozando, volviendo a empezar. La casa no tenía límites para nosotros esa noche hasta que el sol asomó y con una sonrisa nos contó que esa noche nuestra había terminado.
No dormí mucho, pero me fui con una paz interna esa que logro cuando siento que eso que está pasando es la vida, esa vida que vale, que no es lo que me enseñaron, pero es lo que aprendí para que me haga feliz.
Pensar que en ese entonces mi resistencia aún no había decaido. Pensar que Martín exigía eso que no daba (exclusividad) y yo sabía (las palabras escritas en aquel entonces son testigo de que yo deseaba – escapar -) que en ese momento de mi vida necesitaba el placer de la soledad, las caminatas con la luna corriendo por Callao, correr en el parque, disfrutar de los placeres sencillos que Buenos Aires tiene reservado para quienes nos animamos a gozarla. Pensar que sólo quería dormir en la cama de ese amigo que me roba sonrisas o cansarme de sexo, filosofía de calles de tierra y charlas de cerveza con un compañero de momentos hermosos y de momentos terribles.
Al mes estaba sumergida en un monopolio de pensamientos, de sentimientos, de mi vida y mi espacio.
Pero existen los errores, tenemos toda la vida para seguir aprendiendo de ellos, sabiendo que en nosotros está la posibilidad del cambio.
Y después de todo, la vida es eso, sufrimos, crecemos, pero siempre vamos a saber valorar las sonrisas. Entonces al final sólo nosotros, estas personas que buscamos, intentamos, peleamos, caemos, nos levantamos, un nosotros colectivo para todos quienes en este preciso instante me rodean, me completan, me enseñan y aprenden conmigo.
Aunque aún no pueda deshacerme del miedo de la omnipresencia y me pregunte si eso me está haciendo trampa…